LA PROMESA

 “LO PROMETO, MAMI”

ELLA SABÍA que le quedaba poco tiempo. Los últimos seis meses de sus recién 30 años de vida habían sido una retahíla amarga que consistía en ir y venir del Hospital, siguiendo un tratamiento que, en el mejor de los casos, solo contribuiría a retrasar lo inevitable, prolongando así un poco más su vida y, con ella, su sufrimiento. De ser una mujer hermosa y trabajadora, ahora era una mujer consumida por una enfermedad terminal, y desde hacía tiempo había dejado de trabajar con su madre, siendo la gerente del próspero restaurante familiar “Hijos de Isabel”.

¡Cómo suele dar un giro inesperado la vida! Y cuánta conmoción genera al hacerlo… Hoy disfrutamos de buena salud, mañana estamos enfermos; hoy irradiamos energía y alegría en reuniones con amigos y familiares, y mañana amanecemos en el Hospital y volvemos tarde a casa, si es que no nos quedamos internados.

Laura Gutiérrez —así se llamaba la bella mujer— jamás olvidaría ese día que supo que tenía cáncer del cuello uterino, provocado por el VPH (Virus del Papiloma Humano), un mal que afecta a millones de mujeres en todo el mundo. Y, en su caso, la enfermedad ya estaba en un estado avanzado para aquel abril del año 2012. La vacunación de las niñas contra el virus del papiloma humano comenzó a estar disponible en los Estados Unidos unos años antes de que Laura estuviera siendo carcomida por tan terrible enfermedad. Luego vinieron las estresantes semanas en el hospital, intentando evitar un impacto inevitable.

Pero Laura era una mujer hecha y derecha. Su madre siempre decía que ella y su hermano menor tenían un “carácter glacial”. Por consiguiente, ella hizo a un lado sus temores, que a veces eran repentinos terrores que la despertaban por las noches, obligándola a llorar… La pregunta del billón de dólares: “¿Por qué yo, Dios mío? ¿Qué hice para merecerme esto?”. Tienes razón, Laurita: la vida no siempre es justa, aunque ello no es culpa de Dios.

Más que por sí misma, lloraba por sus dos hijos varones: el mayor se llamaba Andrés y tenía 10 años, y el menor era Rodolfo, de 8 años. Los amaba con todo su ser... ellos dos eran la razón de su existencia, una existencia que de manera cruel llegaría pronto a su final.

Está comprobado el hecho de que, por lo general, los hombres tienen más conexión con su madre que con su padre. Laura había dedicado las últimas semanas de su vida a jugar un poco y hablar bastante con sus hijos, a darles consejos que les serían de provecho en el futuro, incluso cuando ella ya no estuviera. No, ella ya no estaría cuando los varones tuvieran su primera novia o se graduaran en alguna profesión.

Su esposo, un excelente mecánico automotriz llamado Roberto, era un hombre retraído que en general mantenía reprimido sus emociones, por intensas que fueran estas. Pero, en términos generales, era un buen esposo y padre. Sin embargo, estaba tomando muy mal la inminente muerte de su mujer.

Con todo, el que más preocupaba a Laura era su hijo menor, Rodolfo, que tendrá un papel muy importante en esta historia. El niño sentía un apego colosal por su madre. Así, le importaba un comino los halagos de los demás si mamá Laura estaba enojada con él. Lo opuesto también era una verdad innegable: si mamá Laura le mimaba, al pequeño le importaba un pepino la opinión de los demás. ¡El mundo entero podía irse al carajo!

Mamá Laura no pudo imaginar el tremendo impacto que su muerte tendría en su hijo pequeño, el trauma que haría mella en su corazón, y que de manera tan drástica afectaría sus emociones y acciones en los años venideros. O tal vez mamá Laura al menos lo sospechaba, ya que unos pocos días antes de morir, a principios del mes de abril y ya estando internada en estado crítico, exigió a su médico el ver a sus hijos. Ante su insistencia, el profesional accedió. Después de todo, la muerte de la mujer era cuestión de días a lo más. Y ella lo sabía mejor que el propio médico.

Era el momento de decir adiós a los seres queridos. Adiós… una expresión que Laura siempre odió. Su expresión favorita al despedirse de los clientes en el restaurante, de las amigas tras una tarde de merienda y de amenas carcajadas, de los parientes tras el asado de los domingos, o de sus hijos cuando iban a la escuela, era: “¡Hasta pronto! ¡Nos veremos dentro de poco!”, y expresiones semejantes. Porque detrás de tales despedidas fulguraba la deleitable expectativa de que, en algún momento, volverían a encontrarse para pasar un buen rato.

Sin embargo, la palabra “adiós” tenía para la mujer una connotación muy negativa; llevaba implícita otra palabra más siniestra, más generadora de angustia: desesperanza… la sensación de que el momento agradable compartido con los amigos y familiares se ha ido y ya no volverá, siendo engullido por el paso del tiempo y el olvido.

Sí, por primera y perturbadora vez, la moribunda mujer aceptó que la palabra “Adiós” era la apropiada en aquella ocasión.

Llegaron su esposo y dos hijos, así como su madre y su hermano menor. Entraron por turno junto a ella. Primero entró su marido, a quien en primer lugar exigió que se portara como “hombre”, aceptando la inminente partida de su mujer, para luego suplicarle, llorando, que cuidara de sus hijos tal como ella lo hizo, si bien sabía que eso era pedirle mucho a su marido. Laura sabía que no podía poner sobre su esposo un peso para el cual sencillamente no estaba preparado. Los hombres en general carecemos del polifacético carácter de las mujeres. Llegamos del trabajo cansados, y lo primero que deseamos tomar es una cerveza bien helada mientras vemos el torneo local o una de las series de Netflix, o simplemente dormir. En cambio, las mujeres en general vendrán muertas del trabajo, e incluso así tendrán tiempo para limpiar la casa, cocinar, lavar la ropa, etcétera.

Luego de su esposo, entraron junto a Laura su madre y su hermano. Mientras su madre le daba un beso en la frente, Laura le dijo:

—Gracias por... todo, mami.

Luego miró afectuosamente a su hermano, que tenía 25 años entonces y cuyo nombre era Luis. Sonriendo débilmente, ella preguntó:

—¿Por qué... esa cara, hermanito?

Luis la miró con tristeza. No fue capaz de preguntarle cómo se sentía, pues era más que obvio que estaba a punto de morir. Lo único y lo mejor que pudo hacer fue tomarle de la mano derecha, pues aquel gesto transmitía un mensaje emotivo y más importante que las palabras: “Te quiero, hermana. Estoy aquí contigo. Nunca te olvidaré”.

En vida hay que decir y demostrar nuestro amor; en la soledad de un cementerio las voces se pierden en las sombras del abismo. Pero en este mundo cada vez más frío y egoísta, multitud de hombres y mujeres sufren y terminan muriendo en los hospitales, rodeados por aparatos, medicamentos y personales de la salud que casi siempre son desconocidos.

En tono bajo, Laura pidió a su hermano:

—Quiero... que me... hagas una... promesa.

El joven respondió:

—Pídeme lo que quieras.

Laura rogó:

—Quiero… necesito… que… cuides… de mis hijos.

Su joven hermano asintió con la cabeza. El ruego de su hermana tenía todo el sentido imaginable. El mundo que nos rodea es como un manicomio abierto con muchos locos que se mueven a sus anchas. Es como para rogar la protección de los hijos, es como para sentir un terrible miedo por nuestros seres queridos, quienes deberán sacar fuerzas de flaqueza para sobrevivir en la “jungla urbana”.

Luis, que era entonces un nuevo agente de la ley (un policía), prometió con sinceridad:

—Los cuidaré con mi vida.

Laura suspiró, satisfecha. Sus signos vitales eran débiles; pronto serían nulos. Con una leve sonrisa, dijo:

—Gracias, hermanito.

Pero su hermano no imaginaba lo difícil que le iba a resultar cumplir la promesa que hizo.

Luego entraron junto a Laura sus dos mayores amores, la razón de su todavía vigente encantadora sonrisa, una sonrisa tras la cual se escondía la colosal angustia de saber que muy pronto dejaría a sus dos amores, solos en mundo loco lleno de gente loca, un mundo cuyo “sentido común” hace mucho tiempo dejó de ser común, cuya brújula moral se ha estropeado hace siglos, oxidado por una manera de pensar generalizada y que acepta sin protesta alguna la teoría del llamado “relativismo moral”, la cual sostiene que cada uno escoge qué está bien y qué está mal. Su nombre más apropiado sería “anarquía moral”.

¿Te parece descabellada tal afirmación, estimado lector? ¿No crees que vivimos en un mundo que tiene demasiados problemas y muy pocas soluciones? Millones de seres humanos son víctimas constantes del hambre. Las drogas arruinan la vida de millones de hombres y mujeres de todas las edades. Cada día más y más familias caen en la garras de la desintegración. El abuso de menores y el maltrato, así como el asesinato de mujeres, se han vuelto noticias diarias. El ser humano envenena el aire que necesita respirar, así como el agua que necesita beber para vivir. ¡Estamos cavando nuestra propia tumba!

La mayoría de nosotros salimos de nuestras casas con cierta incertidumbre intrínseca, generada por el hecho de que, allá afuera, en el mundo loco en el que vivimos, muchos hombres y mujeres no dudarán en aprovecharse de nosotros con tal de obtener algún beneficio personal o material. Esto incluye a aquellos que no dudarán en meternos un tiro en la cabeza o tal vez un cuchillo en el estómago, con tal de quitarnos un celular o el dinero que, al menos para la gran mayoría, exige mucho esfuerzo conseguir.

Sí, en un mundo así la mujer abandonaría a sus hijos. Abandonaría es solo un decir, pues si había una idea que no tenía lugar en el corazón de la mujer era la de abandonar voluntariamente a sus dos tesoros. Pero no había opción; el destino le tenía señalado otro camino, el peor posible para una buena mujer, para una excelente madre.

Laura miró tiernamente a los niños. Estos se acercaron con pasos vacilantes, como si desconfiaran de la mujer acostada en aquella cama blanca del hospital, como si temieran a aquella mujer consumida por el cáncer. Sacando fuerzas de flaqueza para dedicarles una sincera y cálida sonrisa a sus tesoros, Laura dijo:

—Hola... mis… amores.

Aunque sinceramente lo que ella quería era llorar. Llorar con todas las fuerzas que ya no tenía. Porque no era justo todo aquello; su situación era como para llorar y lanzar un grito de impotencia a los cuatro vientos.. y hacia Dios, sin duda alguna.

Los dos niños se acercaron. La mujer hizo acopio de sus fuerzas para levantar la mano derecha, acariciando los finos semblantes de sus tesoros, empezando con el mayor. La mujer, negando con la cabeza mientras las lágrimas surcaban su pálido semblante, dijo:

—Cuida mucho... a tu... hermano, mi amor.

Laura sabía que lo que le pedía a su hijo mayor era un tanto ridículo, pues él también era un niño indefenso. El menor, Rodolfo, preguntó entonces:

—¿Cuándo volverás a casa, mami?

“¿Volver a casa?... Oh, sí, iré a casa hijo, y me sentaré en el jardín. La brisa acariciará mi rostro, y sentiré la paz que me fue arrebatada”.

Una pregunta inocente, un interrogante cuya respuesta atormentaba el corazón de la mujer. Tal vez tenía razón esa letra de una canción que dice: “Una mentira que te haga feliz vale más que una verdad que te amargue la vida”. Ella lo creyó así. Y mintió a sus hijos, porque la crueldad de la verdad era muy pesada como para ponerla sobre sus débiles hombros. Laura dijo:

—Mi corazón… muy pronto… yo siempre estaré con ustedes... Pero… mientras esté aquí… quiero que... me hagan una... promesa.

Los dos niños asintieron con sus cabezas. Eran dos niños muy nobles, considerados por sus parientes y vecinos como unos “niños ejemplares”.

Con los ojos entreabiertos, la mujer les pidió:

—Prométanme… que se van… a portar bien... los dos… ¿entendido?

Andrés respondió:

—Sí, mamá.

Rodolfo tomó de la mano a su madre. Laura sonrió débilmente. Aunque nunca lo dijo frente a nadie, su preferido (solo un poco más) era el más joven, porque este no se avergonzaba en demostrarle que la adoraba. El niño también se unió a la promesa de su hermano:

—Lo prometo, mami.

Y dio un beso en la mejilla a su madre, sellando así el pacto solemne entre hijo y madre.

Entró la enfermera con el padre de los niños, señal de que debían salir. Llorando y en despedida, Laura dijo:

—Los amo… mis bebés… siempre… los amaré.

Su esposo e hijos salieron. Fue el último adiós en persona. Laura murió poco después.

Solo quedaba el poder de una promesa y el recuerdo de los bellos momentos vividos, así como la profunda tristeza e impotencia que genera el saber que la inocencia de este mundo experimenta un ocaso inexorable.


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